Recientemente se me ocurrió pensar acerca de cómo resulta que
el uso de las palabras no es inocente. Esto es, cuando elegimos hablar de una manera determinada, estamos diciendo algo y, aunque no lo reconozcamos, a la vez estamos dejando de decir otra cosa. Obvio, ¿no?
Tengo una amiga, por ejemplo, que a su
reciente relación amorosa la denomina "vínculo". Con esto dice que tiene una relación afectiva estrecha con el muchacho, que no es un mero conocido. Pero deja de decir, quizás no tan obviamente, que teme que por sólo nombrarlo más formalmente se esfume lo que hoy tiene entre manos: el vínculo y el muchacho. Total… vínculos tenemos todos. Y si todo se desvanece en el aire, pues bueno, ella avisó: sólo era un vínculo.
Ponerle a la relación el nombre de "novio" o "pareja" tal vez fuera demasiado, implicaría reconocerle bastante más entidad. Y ahí hay que hamacarse con otras vicisitudes.
Debo confesar que estas disquisiciones sobre los vínculos y el lenguaje surgieron especialmente a partir de las últimas entradas de mi buen amigo el Mando Medio acerca del servicio del outplacement.